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Cartografía del Ser. El nacimiento de Dasseín.

Una vez, un profesor de filosofía hizo una observación que me hizo sonreír: quien diga que entendió a Hegel en la primera lectura, probablemente está exagerando. La obra de Hegel está llena de términos alemanes intrincados y conceptos complejos que pueden hacer que incluso los más estudiosos se rasquen la cabeza. Su contenido es tan profundo que parece casi imposible de comprender sin un estudio exhaustivo, tal vez incluso sin un doctorado en su filosofía.


Con esto en mente, nuestro profesor aceptó el reto de desentrañar algunos aspectos de la filosofía hegeliana. Si ya es difícil entender a Hegel, más lo es intentar explicar sus ideas a jóvenes que están pasando por la montaña rusa emocional de la adolescencia. Sin embargo, el Dr. Vicente de Haro se lanzó con valentía a guiarnos a través de una de las muchas etapas de la concepción de Dios según Hegel, tal vez la que concibió en su juventud, antes de enredarse en términos alemanes compuestos.


El relato nos presentó la historia de un Dios perfecto, que residía en soledad sobre su nube celestial, inmutable en su perfección. Sin embargo, la perfección, aunque admirable, también resulta monótona; carece de cambios, reinventos o movimiento. Paradójicamente, esta misma perfección impulsó a Dios a trascender su propia esencia , tal vez por aburrimiento, desatando un Big Bang que lo convirtió en el tejido mismo del universo: naturaleza, cosmos, tiempo, energía y movimiento.


Esta explosión creativa permitiría a Dios redescubrirse a sí mismo, y para tal empresa, requería de un atributo consciente que fuera testigo de su propia creación. Así nacimos nosotros, y con ese propósito, nos embarcamos en la tarea de descifrar este vasto universo a través del arte, la civilización, la historia, la ciencia y la arquitectura.


Este Dios era muy distinto de la figura paterna que me habían presentado a lo largo de mi vida. Ya no se trataba de un ente que premiaba o castigaba según nuestras acciones, determinando nuestro destino entre el cielo y el infierno. Ahora, este Dios trascendía esa dualidad para habitar en cada aspecto que yo más apreciaba, incluida la arquitectura. No importaba si las creaciones eran bellas, llenas de significado o estéticamente perfectas. Lo relevante era que estas obras reflejaban un atributo esencial de Dios: la búsqueda constante de perfeccionamiento a través del cambio y el movimiento, personificado en nosotros, su atributo consciente.


 


Desde mi posición como estudiante de preparatoria, sentado en la parte trasera de la clase y ocupado en trazar ciudades, castillos y catedrales en mis cuadernos, este discurso generó una idea que germinó gradualmente y que, a lo largo de diez años, se convirtió en el pilar fundamental de mi proyecto artístico.


Aunque soy plenamente consciente de que no soy Dios, reconozco que soy un reflejo de uno de sus atributos. En la perspectiva del cristianismo, somos considerados hijos de Dios y, en consecuencia, portadores de su capacidad creadora. Fue en este contexto que delineé mi primer mapa, representando un mundo plano enclavado en un mar y enmarcado por un círculo de nubes. Tracé continentes que albergaban ciudades, países y reinos, cada uno simbolizando a personas significativas en mi vida, como mis hermanos, padres y amigos. En el centro de estos continentes, emergía una ciudad que representaba mi propia existencia.


En la etapa de mi vida en la que la inocencia infantil estaba a punto de ceder paso a la adultez, dejé que mi imaginación floreciera y di rienda suelta a la creación de utopías fantásticas.

Diseñé ciudades futuristas y reinos medievales, insuflándoles vida con la energía incansable propia de un niño.


A medida que cobraba mayor conciencia de mi entorno, mi mundo comenzó a adquirir una madurez que se alineaba con mi propio proceso de crecimiento, sin que esto implicara abandonar las creaciones inocentes de mi infancia. Esas historias que nacieron en mi niñez ahora se han convertido en mitos fundacionales que me han moldeado de manera profunda, contribuyendo en gran medida a la persona que soy hoy en día. En este sentido, de manera análoga al dios que Hegel propone, descubrí que yo también había sido un creador, forjando guerras, tramas históricas, civilizaciones y culturas dentro de mis propias narrativas.


Con el paso del tiempo, a medida que ampliaba mi horizonte de comprensión, no solo llegué a conocer a las personas que formaban parte de mi vida, sino también a las instituciones que ejercieron y ejercen influencia sobre mí. La moralidad católica, las tradiciones mexicanas, el privilegio de ser hombre y blanco en México, y el cómo afecta mi visión del mundo, al igual que el choque ideológico que implica ser homosexual enb mi medio.







Dasein no solo implica una exploración interna, sino también una conexión con el entorno en el que coexistimos. A través del trazado de arquitectura, mapas y ciudades, busco encauzar mi efímera existencia y darle propósito. En última instancia, todos somos el epicentro de nuestro propio universo, compartiendo por igual esa chispa de conciencia divina.


Carl Sagan postuló que somos polvo de estrellas, pero yo creo que somos un cosmos en sí mismos."






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