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El festival de las Máscaras




No sé si alguna vez has tenido la dicha o desgracia de estar en Èfeso o Esmirna durante el Festival de las Máscaras. Si no, déjame iluminarte con una pequeña historia de cómo la humanidad demuestra, una vez al año, lo poco que necesita para abandonarse al caos más absoluto.


Los mitos dicen que antes de la primavera, Dios, parpadea durante un segundo cósmico, antes de cambiar las estaciones . Un pestañeo divino que, según los devotos, aparta su mirada severa de nosotros, simples mortales, durante un día entero. No sé tú, pero a mí me suena a excusa perfecta para justificar lo que en cualquier otro momento del año se consideraría una depravación digna del averno . Durante ese día, todos los templos y dioses son cubiertos con telas moradas, como si con ese gesto torpe pudieran cegar la mirada pétrea de los ídolos. A veces me pregunto si los dioses realmente ven algo o simplemente prefieren no mirar este circo.


Los más prudentes, esos que siempre tienen la razón y la moral bien atada —también conocidos como los más aburridos—, se encierran en sus casas. Claro, no vaya a ser que alguna tentación los empuje a hacer algo interesante por primera vez en sus grises vidas. Pero, oh, el resto… El resto se lanza a las calles, ansiosos por colgarse una máscara y convertirse en cualquier cosa que no sean ellos mismos. Mendigos que se pasean como reyes ostentosos, con más ornamentos que dignidad; reyes que se revuelcan en la miseria, probando lo que es ser común, aunque sea por unas horas. Los más corrientes se vuelven depravados, y los depravados, por alguna broma cósmica, fingen ser grandes pensadores. Hasta los soldados más temidos se transforman en niños indefensos, cambiando sus espadas por juguetes mientras maman de tetas secas, como si la inocencia fuera algo que pudieran comprar en cualquier esquina.


Y luego están los hombres de moral inquebrantable. Sí, esos que van pregonando su virtud a los cuatro vientos. Ese día, sin embargo, se los puede ver saciando los deseos más bajos y oscuros que llevan meses, si no años, reprimiendo. Todo en nombre de La Fe, claro. Porque, según ellos, ¿qué mejor manera de honrar a los dioses que soltando las riendas de la propia decencia por un día?


Los que llevamos años en esto, los veteranos del Festival, y corsarios ya sabemos dónde están los rincones más interesantes… o condenables. Pero si tienes algo de sensatez en ese cráneo tuyo, mantente lejos de los Puentes Blancos. Porque lo que sucede allí, te lo aseguro, no se parece a nada que tus pesadillas más oscuras hayan logrado imaginar. Y créeme, hay cosas que ni el parpadeo de un dios puede borrar de tu memoria.


Crónica del Festival de las Mascaras.

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